miércoles, 28 de diciembre de 2011

Salud mental


En una ocasión vi a una psiquiatra. No fue algo tan malo. Creo que toda mi vida tuve la-¿ridícula?- idea de que, si ves a un/a psiquiatra es porque estás loco -loco, ¿qué significa esa palabra a estas alturas ya?- y necesitás que te internen o te encierren o te den unas pastillas para controlar tus alucinaciones o callar las voces que están en tu cabeza y que no te dejan dormir.
Bueno, creo que en mi caso hubo un poco de eso. No es que escuchase voces, no. No podía dormir por pensar mil cosas que no tenían ningún sentido. Fin del mundo, apocalipsis, él, mi vida actual, él, mi falta de motivación para empezar cualquier cosa, él, él y él.
Siempre creí que había algo ahí adentro que quizá podía estar funcionando mal. Llegué a pensar en cosas como esquizofrenia, paranoia, o incluso bipolaridad, patologías que están en boca todo el mundo y que todos creen saber de qué se tratan, pero que abarcan tantas cosas distintas para cada caso en particular que es casi imposible definir concretamente cada una.
Pero mi cabeza no me dejaba en paz. Había algo molestando y molestando, todas las veces que me iba a la cama ahí estaba. Sabía que era su momento del día, la cama era mi trampa.
Como ya lo había hecho en una oportunidad, solicité una entrevista en un hospital público. Me dijeron que no me podía atender un psiquiatra, pero si una terapeuta. Me entrevistaron dos chicas-no mayores que yo supongo- haciendo las mismas preguntas que ya me habían hecho en aquella ocasión.

¿Por qué venís? ¿Qué sentías? ¿Tuviste alguna idea de suicidio alguna vez? ¿Por qué terminaste con él?

A pesar de que sé que no hay preguntas correctas o incorrectas, de pronto tenía miedo de responder algo mal. Las observaba atentamente, observaba sus reacciones mientras respondía sus preguntas, miraba sus gestos al escribir en la planilla- ¿o era una simple hoja en blanco?-y me observaba a mí mismo en el vidrio espejado que había detrás de ellas mientras hablaba. De pronto imaginaba que estaba en una especie de Cámara Gesell y que otras personas del otro lado del vidrio analizaban todo lo que yo decía y hacía. Pero era sólo una fantasía mía, a quién más que a esas dos pobres mujeres les iba a interesar lo que yo hablaba.
Una semana después tuve mi terapeuta asignada. Otra vez más en el diván.
Claro, no había ningún diván en lo absoluto. Sólo dos pupitres escolares en un pequeño cubículo en el que apenas podíamos acomodarnos. Ahí, soltaba la retahíla de asuntos por los cuales estaba ahí una vez más y qué era lo que tanto me acongojaba y no me dejaba descansar.
Al ver que la terapia sola no bastaba, por fin, mi terapeuta sugirió la idea de hacer una interconsulta con una psiquiatra. Después de mucho tiempo iba a tener la opinión de una especialista en la materia, que me iba a responder esa pregunta que en muchas oportunidades me había hecho: ¿ESTOY LOCO?
Tenía en vista a muchas de las psiquiatras del área de Psicopatología del hospital, pero nunca le había prestado atención a la que me toco a mí. Resultó ser que ella era una de las que me había hecho la entrevista inicial- mi cabeza quizá estaba en mi reflejo en el vidrio espejado- así que ya sabía algo de mí. Comenzamos a hablar, de la manera más natural. Ella era una chica joven, probablemente uno o dos años menos que yo, tal vez no lo que se espera de una "doctora de locos". Su guardapolvos abierto, unas zapatillas Converse muy viejas, el pelo apenas recogido.
Le conté que era lo que me pasaba, que tenía el sueño invertido, qué cosas eran las que más me angustiaban...mi duda sobre si tenía alguna patología en esa cabeza llena de neurosis. También, en mi mente cabía la posibilidad de que me medicaran, ya que la terapeuta también lo había mencionado.
Ella escuchó atentamente, preguntando cuando creía oportuno. Al final, decidió que quería verme una vez más antes de tomar cualquier decisión.
A la semana, volvimos a vernos. Volví a exponer mis dolencias y mis pesares. Temía que esta vez iban a medicarme para que pudiera conciliar el sueño, el tan preciado sueño que no podía alcanzar y que también iba a ponerle fin a mi eterna cuestión. Al fin pensó un momento y dijo: "No creo que necesites ninguna medicación" y, con respecto a lo que yo esperaba oír desde hace mucho tiempo: "no tenés ninguna patología. Sé que estás pasando por un momento muy feo, que estás sufriendo, pero no tenés nada." No sabía cuál debía ser mi reacción, si estar feliz porque al fin me confirmaban que NO ESTABA LOCO o un poco decepcionado porque de ahora en más ya no tenía ninguna excusa ni ningún pretexto para jugar al maniático ni al bipolar ni al que hace ataques de histeria en medio de la calle...
Seguí viéndola un par de veces más, le mostré algunas de las cosas que había escrito, le mostré el libro que había intervenido y se dió cuenta de que uno de los textos hacía referencia a Bowie y me contó que le encantaba Bowie. Me dió pautas para que pudiera tener un mejor sueño, sin drogas. Realmente disfrutaba de las charlas con ella más que con mi terapeuta. Pero todo llega a su fin. Eventualmente me dijo que, como ya mi problema de sueño estaba mejorando, no era necesario que continuasemos con la consulta. Creo que sentí como si fuese una especie de break-up. Cuando en realidad lo que me estaba diciendo era "pibe, no estás loco, ponete las pilas con tu vida". Hay en ese lugar mucha gente que realmente necesita asistencia psiquiátrica y dependen de una pastilla para dejar de sentir todo el ruido que hay dentro de sus cabezas o porque necesitan balancear un desequilibrio químico en el cerebro. Yo no necesitaba eso y ella necesitaba ocuparse de otros pacientes.
Le agradecí mucho, de corazón. Y a la semana siguiente le regalé un pequeño libro de Bowie que tenía en mi poder de los años '70s que había comprado hacía un tiempo, ya no recuerdo dónde.
Creo que se puso muy contenta.

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